Desde hace unos días me despierto una hora antes. Aunque cuando salgo de casa (una hora antes) todavía me calzo el ipod, extrañamente tengo casi que correr hasta mi parada de metro para no morirme de frío. Mi cuerpo no está muy aconstrumbrado, una hora antes, a los inviernos penínsulares. Una hora antes ya no me encuentro en el camino con el Mediterráneo ni el Gurugú sino con el Palacio Real, la Almudena y un tráfico histérico que amenaza con ponerse de pie y gritar agitando el puño.
Durante casi una hora, nueve paradas de metro y un transbordo de ida y casi otra hora, las mismas nueve paradas de metro y otro transbordo de vuelta, observo rostros de desconocidos y leo un libro (esta semana me ha tocado El Aleph de Jorge Luis Borges) o el Veinte minutos que después tiro a una papelera del exterior. Los primeros días lo dejaba adormilado en un banco para que otro lo rescatara de su destino, pero como ahora están de huelga los de la limpieza, lo extingo de inmediato en cuanto subo a la superficie, antes de que se apague tan lentamente como una vela, desgarrado en un rincón junto a billetes agonizantes.
Vuelvo a casa una hora más tarde. Como una hora más tarde y duermo una minisiesta una hora más tarde, para intentar recuperar el tiempo perdido, pero a pesar de todo, cuando despierto y miro por la ventana apenas reconozco estas calles de la Fortaleza.
Dicen que cogí un avión, que me desplacé unos cuantos kilómetros al Norte, que me vine a una ciudad llamada Madriz, pero no les creo. Me están engañando. Sigo todavía en la Fortaleza. Es todo cuestión de horario. Últimamente no estoy muy sincronizado (todo ocurre una hora antes o después) y por eso soy incapaz de encontrarme con mi vida anterior. Durante casi una hora, nueve paradas de metro y un transbordo de ida y casi otra hora, las mismas nueve paradas de metro y otro transbordo de vuelta, observo rostros de desconocidos y leo un libro (esta semana me ha tocado El Aleph de Jorge Luis Borges) o el Veinte minutos que después tiro a una papelera del exterior. Los primeros días lo dejaba adormilado en un banco para que otro lo rescatara de su destino, pero como ahora están de huelga los de la limpieza, lo extingo de inmediato en cuanto subo a la superficie, antes de que se apague tan lentamente como una vela, desgarrado en un rincón junto a billetes agonizantes.
Vuelvo a casa una hora más tarde. Como una hora más tarde y duermo una minisiesta una hora más tarde, para intentar recuperar el tiempo perdido, pero a pesar de todo, cuando despierto y miro por la ventana apenas reconozco estas calles de la Fortaleza.
Mañana es sábado. Podría poner el despertador a la misma hora de siempre e intentar sincronizarme, empezar bien el día y volver, pero de momento, me gusta mi nuevo horario. Ya no necesito telefonear a Hayati o soñar con ella. Ahora la tengo tan cerca...