Durante casi una hora, nueve paradas de metro y un transbordo de ida y casi otra hora, las mismas nueve paradas de metro y otro transbordo de vuelta, observo rostros de desconocidos y leo un libro (esta semana me ha tocado El Aleph de Jorge Luis Borges) o el Veinte minutos que después tiro a una papelera del exterior. Los primeros días lo dejaba adormilado en un banco para que otro lo rescatara de su destino, pero como ahora están de huelga los de la limpieza, lo extingo de inmediato en cuanto subo a la superficie, antes de que se apague tan lentamente como una vela, desgarrado en un rincón junto a billetes agonizantes.
Vuelvo a casa una hora más tarde. Como una hora más tarde y duermo una minisiesta una hora más tarde, para intentar recuperar el tiempo perdido, pero a pesar de todo, cuando despierto y miro por la ventana apenas reconozco estas calles de la Fortaleza.
Mañana es sábado. Podría poner el despertador a la misma hora de siempre e intentar sincronizarme, empezar bien el día y volver, pero de momento, me gusta mi nuevo horario. Ya no necesito telefonear a Hayati o soñar con ella. Ahora la tengo tan cerca...