Nada importaba, cuando acariciba tu piel que pronto abandonó el arrianismo, ni siquiera la derrota de Guadalete ni que tuviéramos que emigrar de nuevo, esta vez, a las montañas del norte, donde los osos aún mataban reyes. Mientras besaba tu cuello de cristiana me prometía a mí mismo, que en una de las razzias de la próxima primavera, te traería esos aceites que utilizaban los sarracenos para llenar los estanques de los harenes de los califas de Córdoba en los que flotaban pétalos de rosa y lujuria. Aunque pronto partiría para las Indias, no quería irme sin que antes mis manos se redondearan con tus pechos ni saborear tus pezones, para no olvidarme de ellos mientras combatía a bordo de un galeón de nuestra señor don Felipe contra los piratas herejes de la pérfida Albión y que tanto añoraba cuando sentía el viento del Caribe en mi cara. Seguramente el Santo Oficio si conociera mis pensamientos, me condenaría por pecador y ardería en el infierno, pero mi boca estaba sedienta de labios, de lengua, de saliva, de palabras. Para mí ya era suficiente condena no tenerte siempre cerca.
Me gustabas más, lejos de los aduladores de la Corte, sin miriñaques, parabienes, ni pelucas. Si verte por fin desnuda significaba ser revolucionario, estaba definitivamente en contra de las cadenas y me pronunciaría con Riego. Me preguntaba si todos los demás socios del Casino, habrían visto alguna vez a sus mujeres desnudas. Aunque vosotras ya pudiérais votar, estaba convencido de que muchos os veían como la reencarnación del mal, que media España identificaban con el pañuelo rojo que antes de que te quitara el mono proletario, llevabas al cuello.
Los bombadeos ya habían terminado, pero para mí Madrid era una ciudad triste, llena de seminaristas, funcionarios venidos de provincias y pensiones de sopa fría, que solo se alegraba cuando se vestía de minifaldas y cantautores que se preguntaban en sus canciones que para qué tanto odio, si lo único que importaba es un muslo de mujer, como el que tenía entre mis manos, mientras me aproximaba a tí para que pudieras sentirme dentro. Tus suspiros me colocaban más que con cualquier otra droga de las discoteca donde los demás bebían cubatas y se tintaba el pelo de colores, enamorados de la moda juvenil, aunque la ciudad estuviera completamente en obras y dentro de unas horas saliera el avión que me llevaría de nuevo a la Fortaleza.